viernes, 29 de marzo de 2019

Frases de "Los Enamoramientos" de Javier Marías

Las posibilidades de Marías




Una vez que se lee a Javier Marías, es difícil poder quedarse solo con una de sus novelas; la forma en la que nos introduce en las historias es atrapante. Sus prosas son extendidas, para algunos largas, cansadas y llenas de rodeos; pero juega con las posibilidades más que con repeticiones. Un pequeño diálogo detona una reflexión para el lector que se vuelve cómplice y ayudante del protagonista (casi siempre el narrador) que juega con cadenas de sucesos reales, probables, pasados, futuros, deseables y despreciables. En El hombre sentimental, por mencionar otra de sus novelas, el protagonista se agota exponiendo todas las posibilidades sobre cómo ha sido y es la vida de Natalia y su marido Manur, sobre cómo Manur descubre el engaño de Natalia, sobre qué posibilidades imagina Natalia sobre él mismo.

Los enamoramientos de María




En Los enamoramientos, publicada originalmente en 2011 y contando con una narradora por primera vez en las voces narradoras de Javier, se habla las posibilidades que llevan a las personas a estar enamoradas, y cómo, esas mismas posibilidades, las llevan a cometer —o a imaginarse en la comisión de— actos que en su estado natural no cometerían. El universo de estas posibilidades revela que, según María Dolz (narradora  protagonista), todas las personas llegamos a sustituir a alguien o a ser sustituidas por alguien. La vida sería, pues, la búsqueda constante de encontrar en otros el sustituto de alguien a quien perdimos por abandono, desprecio, muerte o incluso por decisión propia —¡cuántas posibilidades!—. Todas estas ramificaciones de efectos posibles al perder —o ser perdido por— alguien, conviven y se contradicen en el fuero interno de María. ¿Cómo sería la vida si las personas que perdimos nunca se hubiesen ido?, ¿qué si, habiéndolas perdido, regresaran incluso después de la muerte?, ¿es necesaria —o suficiente— la muerte para sustituir o ser sustituido?




María Dolz, quien trabaja en una editorial, observa por las mañanas, de forma casi obsesiva, a una pareja —Miguel y Luisa— en el restaurante en el que se cruzan a la hora del desayuno: se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición [...]. No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado [...]. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas [...]. La vida rutinaria de María en la editorial se ve saborizada por los encuentros matutinos que tiene con el matrimonio que, sin darse cuenta, constituyen el momento más importante de su día. Cabe mencionar que María dedica un capítulo completo de su relato a hablar sobre su percepción de los novelistas para los que trabaja: los más engreídos y exigentes, por un lado, y por otro a los más pelmas y desorientados, a los que vivían solos, a los desastrosos, a los que coqueteaban inverosímilmente, a los que marcaban nuestro teléfono para empezar la jornada y comunicarle a alguien que aún existían, valiéndose de cualquier pretexto. Son gente rara, la mayoría.




La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa. Esa es la primera frase de la novela, con un inicio que, como Marías acostumbra, nos causa intriga y nos revela un hecho muy importante; pero que no le quitará la fuerza al resto del relato, sino más bien será un detonante. Miguel muere, y no solo muere, sino que es asesinado brutal y misteriosamente por un indigente. La muerte de Miguel desencadena una serie de sucesos que llevan a María a conocer a la esposa de este, Luisa, y a parte de su círculo de allegados. A partir de este punto, Marías toca temas sensibles como la muerte, la impunidad, el olvido, el amor, el desamor, el placer y la moral. María empezará a ver la cara oculta del matrimonio de Luisa, y la empujará a reconocer una cara oculta de ella misma que se despierta con la muerte de Miguel. Es esta muerte la que germina en la cabeza de María la idea de que todos somos sustitutos de alguien y la coloca frente a un espejo para enfrentarla a una realidad que la mortifica: quizá lo que la obsesionaba del matrimonio era la fantasía de llegar a tener una relación como la que ellos tenían, llegar a tener a Miguel, o llegar a ser Luisa para poder tener a alguien como Miguel. Pero si Miguel está muerto, ¿valdrá la pena ser Luisa? ¿Valdrá la pena sustituir a Luisa?

Estas son las frases que más me atraparon de esta novela: 

Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja.

Con incomprensible autodisciplina: hay que ser un poco anormal para ponerse a trabajar en algo sin que nadie se lo mande a uno.

Me guardaba de decirle que me horrorizaban los calcetines de rombos, los pantalones mil rayas y los mocasines marrones con borla, porque eso lo habría preocupado en exceso y la conversación se habría eternizado.

Tampoco me salía ser amable con otro novelista, que se firmaba Garay Fontina —así, dos apellidos sin nombre de pila, debía de creerlo original y enigmático, pero sonaba a árbitro de fútbol— y que consideraba que la editorial había de resolverle cualquier dificultad o contratiempo, aunque no tuviera la menor relación con sus libros.

Me parecía envidiable vivir con tanta confianza en una meta, aunque ambas fueran ficticias, la meta y la confianza.

Se daba la cruel ironía de que era su cumpleaños, así que había muerto un año más viejo que el día anterior, con cincuenta.

Sí, era el día de su cumpleaños, ¿puedes creértelo? El mundo deja entrar y hace salir a las personas demasiado en desorden para que alguien nazca y muera en la misma fecha, con cincuenta años por medio, justo cincuenta.

Luisa reapareció un día a la vuelta del verano, ya entrado septiembre, a la hora acostumbrada y en compañía de dos amigas o compañeras de trabajo, todavía estaba puesta la terraza y yo la vi llegar desde mi mesa y sentarse o más bien dejarse caer sobre una silla, una de las amigas le cogió con solicitud maquinal el antebrazo, como si temiera que fuera a perder el equilibrio y tuviera su fragilidad asumida.

Parecía estar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida. Ya no hablaba con viveza, como hacía con su marido, sino con una falsa naturalidad que denotaba sentido de la obligación y desgana. Pensé que acaso estaba medicada.

Supuse que me habría entendido: los dos como pareja me resultaban gratos, y como tal ya no existían.

Tampoco puede uno referirse por el nombre de pila a un muerto al que no ha conocido. O no debe, hoy nadie observa estos matices, todo el mundo se toma confianzas.

Cada vez que me acuerdo de algo bueno, al instante se me aparece la imagen última, la de su muerte gratuita y cruel, tan fácilmente evitable, tan tonta. Sí, es lo que llevo peor: tan sin culpable y tan tonta. Y el recuerdo se enturbia y se hace malo. En realidad ya no me queda ninguno bueno. Todos me resultan ilusos. Todos se han contaminado.

Han descubierto que la gente se muere, y que se mueren quienes les parecían a ellos más indestructibles, los padres. Ya no es una pesadilla.

Cuando alguien se queda viudo siempre reduce gastos en primera instancia, como un acto reflejo de encogimiento o de desamparo, aunque haya heredado una fortuna.

Quisiera estar donde está él, y el único ámbito en el que me consta que coincidiríamos es el pasado, el no ser y sin embargo haber sido. Él ya es pasado y yo en cambio soy aún presente. Si fuera pasado, al menos me igualaría con él en eso, algo es algo, y no estaría en condiciones de echarlo de menos ni de recordarlo. Estaría a su mismo nivel en ese aspecto, o en su dimensión, o en su tiempo, y ya no permanecería en este mundo precario que nos va quitando las costumbres.

Es la horrible fuerza del presente, que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y además lo falsea sin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada.

Uno siempre se prolonga en los más cercanos, y éstos se reconocen y juntan a través del muerto, como si su pasado contacto con él los hiciera pertenecer a una hermandad o a una casta.

Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche.

No hay nada malo en que me entretengas durante la espera, si quieres, pero ten bien presente que eso es lo que somos para el uno el otro: compañía provisional y entretenimiento y sexo, a lo sumo camaradería y contenido afecto.

No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias.

De eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios.

Inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano.

Esperamos hasta bien entrada la noche para darlas por definitivamente yermas o perdidas, no vaya a ser que a última hora suene el teléfono y él nos susurre una bobada que nos haga sentir injustificada euforia y que la vida es benigna y se apiada.

Interpretamos cada inflexión de su voz y cada insignificante palabra, a la que sin embargo dotamos de estúpido y promisorio significado, y nos la repetimos.

A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme con nosotros, a falta de quien fue mejor.

Se vestía en seguida siempre, como si junto a mí no quisiera permitirse ni un minuto de la indolencia cansada o contenta de los amantes tras un encuentro.

Basta saber que no se quiere que escuchemos para hacer todo lo posible por enterarnos, sin caer en la cuenta de que a veces se nos ocultan las cosas por nuestro bien, para no decepcionarnos o para no involucrarnos, para que la vida no nos parezca tan mala como suele ser.

El enamoramiento es insignificante, su espera en cambio es sustancial.

Trataba de retenerlo aún, un poco más, a sabiendas de que llegaría un día en que inverosímilmente se le desdibujaría su rostro o se le congelaría en cualquiera de las muchas fotos que se empeñaría en seguir mirando, a ratos con sonrisa embobada y a ratos entre sollozos, siempre a solas, siempre escondida.

La impunidad del mundo es tan inabarcable, tan antigua y larga y ancha que hasta cierto punto nos da lo mismo que se le añada un milímetro más.

Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el que estaba casado se separa o queda viudo, como si de pronto se atemorizaran de verse solos frente a frente o no supieran qué hacer ante la falta de impedimentos para vivir y desarrollar lo que hasta entonces era un amor limitado.

El asesinato es algo que sucede y de lo que cualquiera es capaz, lleva sucediendo desde la noche de los tiempos y continuará hasta que tras el último día ya no haya noche ni quede más tiempo para albergarlos.

A mí me incomoda mucho que se me vea como una amenaza. Hablo de miedo físico, claro está. De otro tipo sí que lo dais las mujeres. Da miedo vuestra exigencia. Da miedo vuestra obstinación, que a menudo es sólo ofuscación. Da miedo vuestra indignación, una especie de furia moral que os asalta, a veces sin la menor razón.

Has comprendido que para mí mis anhelos están por encima de toda consideración y todo freno y todo escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate.

Uno tiene que ponerse a la faena. El mundo está lleno de perezosos y de pesimistas que nada consiguen porque a nada se aplican, después se permiten quejarse y se sienten frustrados y alimentan su resentimiento hacia lo externo.

Así son la mayoría de los individuos, holgazanes idiotas, derrotados de antemano, por su instalación en la vida y por sí mismos.

La fuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso por suplantarlo. . Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento, conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo.

Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos.

¿Qué diablos estoy haciendo, cómo puedo referirme con civilidad a todo esto, cómo puedo hacerle preguntas sobre los pormenores de un asesinato? ¿Y por qué estamos hablándolo? No es tema de conversación.

Él siempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímil conjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar.

La gente cree que tiene derecho a la vida. Es más, eso lo recogen las religiones y las leyes de casi todas partes, cuando no las Constituciones, y sin embargo él no lo veía así. ¿Cómo va a tenerse derecho a lo que uno no ha construido ni se ha ganado?

Quizá se vería igual de agotado a quien acabara de asestarle nueve puñaladas a un hombre, o tal vez diez, o dieciséis.

Eso se terminó, antes de hoy. Mañana mismo iniciaré la tarea de que deje de ser una criatura y se convierta en un recuerdo, aunque sea, durante algún tiempo, un recuerdo devorador. Paciencia, porque llegará un día en que no lo será.

Pero tal vez la mayoría de los criminales sean así, simpáticos y amables, pensé, cuando no están cometiendo sus crímenes.

No era consciente de que cumplía años, debía de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, se comportaba como un hombre de treinta.

Ya no estará su cama afligida, ni será ya luctuosa, en ella entrará un cuerpo vivo todas las noches, cuyo peso yo bien conozco, y era muy grato sentirlo.

A los ojos de Luisa se lo decía a los dos, pero yo me estaba despidiendo de Javier, ahora sí, ahora definitivamente y de veras, porque él tenía a su mujer a su lado.

Sí, no pasa nada por reconocérmelo. Al fin y al cabo nadie me va a juzgar, ni hay testigos de mis pensamientos.

Es verdad que cuando nos atrapa la tela de araña —entre el primer azar y el segundo— fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él —como a ese tiempo entre azares, es lo mismo—, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo.

En Los enamoramientos, podemos sentir la pérdida de María cuando Miguel es asesinado, su asombro cuando descubre las circunstancias de su muerte, la amargura y resignación de sentirse sustituta y sustituible, el placer de lo prohibido y el dolor de aceptar lo que le corresponde como producto de la inverosímil conjunción de azares que es la vida. En este enlace podrán descargar el libro en formato ePub. Para poder leerlo, recuerden que deben descargar el archivo y abrirlo en un lector ePub (hay varios que pueden descargar tanto para PC o para dispositivos móviles) o, si tienen el navegador que viene con el Windows 10 (Microsoft Edge, el sustituto de Explorer), podrán abrirlo desde ahí. ¡Felices lecturas!

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