Marías
Javier Marías es un escritor español nacido en 1951 que se ha convertido en uno de mis autores favoritos. Lo conocí gracias a mi novio. Él trajo, por casualidad y curiosidad, El hombre sentimental de un viaje que hizo —como no sabíamos de su existencia, no habíamos reparado en que en El Salvador también había parte de sus novelas—. Ese libro lo trajo para él, pero decidimos leerlo juntos —el primero que leímos juntos— y nos encantó, aunque he de decir que al principio no me atrapó el título. Después de eso creo que hemos comprado unos cuatro libros más de él, donde se encuentra la trilogía de Tu rostro mañana.
Marías tiene una vasta variedad de novelas, ensayos, artículos, relatos, literatura infantil y traducciones. Ha sido galardonado con muchos premios, incluyendo el Premio Herralde (1986) y el Premio Internazionale Ennio Flaiano (2000) por El hombre sentimental. En el 2008 fue nombrado miembro de la Real Academia Española (sillón R, como cargo vitalicio). La forma en la que nos introduce a la psique de los personajes ha sido muy bien recibida por la crítica que lo ha catalogado como uno de los mayores representantes de los escritores españoles contemporáneos.
El hombre sentimental
En uno de sus tantos viajes a Madrid, un cantante de ópera conocido como el León de Nápoles, se encuentra con tres personas: los esposos Manur y su acompañante, Dato. Manur, un poderoso banquero belga, siempre de viaje y atendiendo compromisos sociales, se ve en la necesidad de procurarle a Natalia Monte, su mujer, una compañía que él no podría desempeñar en su papel de marido. Es así como Dato se vuelve el compañero permanente de la señora Manur. Natalia aceptó casarse con Manur en una unión arreglada por su hermano —el de Natalia—, Roberto, en un intento de salvar la vida de su padre y madre. Luego de la muerte de sus padres, Natalia sigue atada a Manur por razones similares y más fuertes, quizá.
Dato, siempre acostumbrado a crear conexiones sociales con desconocidos por su trabajo de acompañante de Natalia —que lo ha llevado a relacionarse con personas lejanas a su círculo regular y a conocer sobre temas de los que jamás se interesaría a no ser por la mujer de su cliente—, tiene un primer encuentro personal con el cantante en el bar del hotel donde se hospedan. De ese primer encuentro, en el que el León de Nápoles empieza a conocer cómo funciona la relación de Manur y Natalia, se desencadenan otros encuentros en los que el cantante conoce más íntimamente a Natalia, quien siempre está en compañía de Dato.
El León de Nápoles tiene una idea clara de quiénes son Natalia y su marido: los había visto, y escrutado, y analizado, e incluso definido: un explotador y una desdichada, un potentado y una melancólica, un ambicioso y una desquiciada. Eso es lo que el cantante piensa cuando Dato, al encontrarlo en el bar de hotel, le pregunta si recuerda a las dos personas con las que viajaba. Pero puede que tanto Dato, como Natalia o Manur, su rival, le muestren que sus conjeturas estaban equivocadas. O quizá sus encuentros, con los tres, solo le confirmen lo que pensó al verlos en el tren a Madrid. Un dato —con minúscula—: las intenciones de los cuatro involucrados en este triángulo amoroso no deben ser subestimadas. Nadie es víctima aquí.
Estas son unas de las frases que pude recuperar de mi lectura:
Estas son unas de las frases que pude recuperar de mi lectura:
Quizá fuera eso lo único que le faltara en la vida: que sus deseos fueran entendidos y cumplidos sin necesidad de hacerlos saber.
Bien sé que no hay sometimiento más eficaz ni más duradero que el que se edifica sobre lo que es fingido, o aún es más, sobre lo que nunca ha existido.
Es la forma de nuestra muerte lo que debemos cuidar, y para cuidarla debemos cuidar nuestra vida, porque será ésta, sin ser nada en sí cuando cese y sea sustituida, lo único que sin embargo será capaz de hacernos saber al final si morimos como un imbécil o si morimos aceptablemente.
Tú eres mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, y porque eres mi vida no quiero tener a mi lado a otra persona que tú cuando muera.
Pero no quiero que llegues de pronto a mi lecho de muerte tras saber que agonizo, ni que acudas a mi enterramiento para despedirme cuando yo ya no te vea ni pueda olerte ni pueda besar tu cara, ni tan siquiera que aceptes o busques acompañarme en mis últimos años porque los dos hayamos sobrevivido a nuestras respectivas y lastimeras o separadas vidas, pues no me basta.
No podría soportar que en esa hora tú fueras sólo recuerdo y estuvieras mezclada, y pertenecieras a un tiempo lejano y borroso que es nuestro nítido tiempo de ahora, porque es el recuerdo y el tiempo lejano y la mezcla lo que más detesto y lo que siempre he intentado rebajar y negar...
Por eso no debes marcharte ahora, porque si ahora te marchas me quitarás no sólo mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, sino también la forma de mi muerte elegida.
—¿Y si muriera yo antes?
—Todo pudiera ser. Pero tu muerte sería también la mía.
Me escuchaba tan atenta y compasivamente como si estuviera oyendo narrar las desventuras y privaciones de un niño de Dickens.
Deseaba por encima de todas las cosas aniquilar a aquel hombre y seguir viendo a diario a Natalia Manur: no sólo en Madrid, no sólo con Dato, no sólo mientras ensayaba el Otello de Verdi en el Teatro de la Zarzuela de mi antigua ciudad.
Qué cansado es querer, pensé. Afanarse, proyectar, ambicionar, no poder contentarse con la perseverancia y la inmovilidad.
No tengo ilusión por Berta, cuando regreso a casa no me alegra demasiado verla, ni siento la necesidad ni el deseo de acostarme con ella en seguida (...). De hecho me ilusiona más convocar a una puta de lujo en mi habitación de lujo en algunas de mis soledades mayores de mis viajes musicales.
No se podía andar por los pasillos de un hotel dignificado con tela tan reducida y tan pegada a la piel.
¿Y qué diría Berta si llegaba a saberlo? Pero recordé que Berta ya no iba a estar en mi vida.
Son siempre las mujeres las que imponen el tono que desean en un encuentro o una conversación. Hasta la puta Claudina era capaz de desarmarme y hacerme desistir de mis intenciones primeras con tan sólo no fijar sus ojos en mí.
Ella descruzó en seguida las piernas para facilitarme la caricia, pero en ese movimiento no había provocación, sino dejadez.
Colgué y fui a abrir con la sensación de estar sucio (no lo estaba), mal vestido (no lo estaba), nervioso (sí lo estaba) y sin acabar de arreglar (lo estaba también, y no sabéis cómo me descompone que alguien me vea sin acabar de arreglar).
Yo pensé dos cosas a la vez: ‘Manur conoce expresiones de mi lengua que los extranjeros no suelen saber’, y ‘‘¿Le pregunto ahora si ha venido a hablar de mi barba, si debo rendirle cuentas acerca de si me afeito o no?’
Me refiero a su llamada a nuestra habitación pasadas las doce y media. ¿No se acuerda? Yo descolgué el teléfono y entonces usted colgó sin decir nada. Una cosa más bien fea, no se hace.
Aquel banquero belga lo sabía todo, pensé asustado: tanto de mi lengua como de mi noche anterior. Hasta había hablado con la puta Claudina. ¿Cuándo? Las putas no madrugan.
—Óigame, Manur, todo esto es una exageración.
—Quizá. Yo puedo permitirme la exageración.
No nos andemos con juegos, señor cantante —respondió Manur, y me molestó que me llamara así—. Usted sabrá ya, a estas alturas de su amistad con mi mujer, que nuestro matrimonio se rige por unas condiciones muy particulares.
No he visto nunca a ninguna otra persona con tanta voluntad de perseverancia en su elección y en su amor. Es más, ahora sé que fue Manur quien me contagió, o bien que fui yo quien se expuso a contaminarse o lo quiso imitar.
Llevo quince años esperando a ser amado por Natalia Monte, mi mujer; usted, en cambio, es un advenedizo, señor.
Llevo quince años esperando a que sea ella la que me ame a mí. Y mientras no exista otra persona, mientras ella no tenga ninguna ilusión y no la quiera nadie más, yo sé que puedo esperar, o al menos ir cumpliendo, un año tras otro, mi viejo propósito de pasar a su lado mi vida entera.
No me complique la vida ni se la complique usted. Mi mujer no es buen negocio, créame que no hay ganancia.
No es capaz de comprender que si él quiere olvidar a Berta Viella, entonces no habrá nadie más que la quiera recordar
Yo no puedo obrar una palingenesia, no la quiero recordar; es más, como ya he dicho antes, ni siquiera la recuerdo ya.
Tampoco yo lo sabía: la mayor parte de las veces uno no sabe cuándo ha sido tomado ni cuándo ha sido dejado.
Es difícil saber a quién se favorece con una acción o con una omisión, pero también uno se cansa de no tener preferencias.
Yo cerré la puerta y, casi sin saberlo, hice llover besos sobre su rostro con callado ardor, como si tuviera prisa por llegarle al alma. Besé sus mejillas pálidas, su dura frente, sus pesados párpados, sus grandes y desvaídos labios. Y, casi sin saberlo, ella se sintió levantada por mi poderoso abrazo, como si yo hubiera lanzado una ola sobre su cabeza que la agotaría con su solo paso.
Cuando mueras yo te lloraré de veras. Yo me acercaré hasta tu rostro transfigurado para besarte con desesperación los labios en un último esfuerzo, lleno de presunción y de fe, por devolverte al mundo que te habrá relegado. Yo me sentiré herido en mi propia vida, y consideraré mi historia partida en dos por ese momento tuyo definitivo. Yo cerraré tus reacios y sorprendidos ojos con mano amiga, y velaré tu cadáver emblanquecido y mutante durante toda la noche y la inútil aurora que no te habrá conocido. Yo retiraré tu almohada, yo tus sábanas humedecidas. Yo, incapaz de concebir la existencia sin tu presencia diaria, querré seguir sin dilación tus pasos al contemplarte exánime. Yo iré a visitar tu tumba, y te hablaré sin testigos en lo alto del cementerio tras haber ascendido por la pendiente y haberte mirado con amor y fatiga a través de la piedra inscrita. Yo veré anticipada en la tuya mi propia muerte...
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